La algarabía me ensordece, hasta tal punto que a veces dejo de oír mi propia voz interior. Y en cierto modo a veces se agradece porque últimamente es casi lo único que oigo. En mi diálogo interno doy rienda suelta a lo que no se puede decir o más bien a lo que no es agradable escuchar, y esta reflexión adquiere más sentido si lo asociamos al período que nos ocupa, una época prefabricada donde se supone que todo debe ser luz, color, celebración, armonía artificial, consumismo desorbitado y encuentros forzados con gente a la que, a veces, sólo ves en estas fechas.
Es difícil explicar la sensación que te invade cuando te encuentras en medio de una corriente generalizada que te empuja a un festejo desmedido y dentro de ti no encuentras razones para celebrar.
Aún recuerdo esas navidades de mi infancia donde todo era ilusión, no había grandes cosas, las que las circunstancias económicas permitían, pero sobraba entusiasmo. Ya comenzaba a forjarse acompañado de la excitación de los días previos al comienzo de las vacaciones, tomaba forma mientras adornaba el árbol la tarde del último día de clase, y se instalaba a sus anchas los días posteriores, donde todo, por simple que fuera, era un disfrute.
El paso del tiempo fue transformando esas sensaciones y mi relación con este período del año pasó por diferentes etapas en las que a veces llegué a tener una visión escéptica de la Navidad. Sin embargo, en los últimos años y con la llegada de la madurez, fui apartando lo que ensuciaba mi percepción sobre estas fechas, y aprendí a verlas como una oportunidad para pasar tiempo con mi familia.
Pero la vida a veces te sorprende de la manera más fatídica y pone tu mundo del revés. En ese momento, cuando te quitan lo más importante, es cuando te das cuenta de que lo tenías todo.
Nunca pensé que sería así. Cuando ocasional y fugazmente cruzaba mi mente la posibilidad de perder a alguien siempre creí que inevitablemente la naturaleza seguiría su curso y en algún momento, lamentablemente, conocería de primera mano la pérdida de mis padres. Al fin y al cabo ese es el orden lógico y natural de la vida.
En ese escenario, según las circunstancias, el dolor, aunque devastador, puede encontrar un cauce donde canalizar porque al fin y al cabo "es ley de vida". En ese contexto, cuando hay hermanos, compartes un mismo duelo y vives como familia el desconsuelo de decirle adiós a alguno de tus progenitores, recordándolos con añoranza y tristeza en celebraciones que quizás te veas obligado a festejar porque exista descendencia a la que lógicamente no le puedes privar de ese derecho.
Pero a veces la vida no sigue las reglas del orden lógico y natural y deja un vacío para el que no te has podido preparar. En esa vorágine de dolor ya no quedan fuerzas, ni ganas, ni ilusión alguna para esforzarte en repetir estampas familiares pasadas que jamás volverán a ser lo mismo. Sólo queda desolación, y ante ese escenario cualquier intento de celebración lo sientes como antinatural, impostado, desgarrador y forzado.
Y todos esos sentimientos entran en confrontación con una corriente humana que a tu alrededor sólo emite señales de festejo exacerbado. Todo lo que te rodea son conversaciones que hablan de lo mismo, luces por doquier, publicidad consumista disfrazada de espíritu familiar y un ruido constante donde todo el mundo actúa como autómatas durante tres semanas encadenando encuentros, comidas, cenas, compras, con pocas ganas en el fondo pero arrastrados por esa inercia que les hace seguir el camino trazado. Y sin embargo, en la mayoría de casos, a pesar de todo, el balance puede ser positivo porque en el centro de ese modelo de patrón navideño seguirá subyaciendo lo realmente importante que es el pasar tiempo con los seres queridos.
Pero cuando alguien ya se ha marchado y en la imagen familiar hay un hueco que no se puede llenar la cosa cambia. Cuando tienes que recomponer los trozos de la fotografía que se ha roto y te faltan pedazos, entonces ya no tienes energía para esforzarte en seguir la corriente impuesta, porque al final nunca va a compensar, todo lo que hagas te va a recordar lo que ya no tienes.
Estas fechas se han vuelto muy dolorosas para mí y en medio de todo ese torbellino social tienes que esconder tu pesar, hacer oídos sordos ante las conversaciones que te rodean y que siempre versan sobre un único tema, disimular la punzada que sientes en el centro del pecho mientras intentas permanecer como mero espectador y, cuando ya no tienes manera de evitarlo, responder con poca información, de manera aséptica y un tanto esquiva para salir de la situación.
No encuentro razones para celebrar, aún no. Desconozco si las cosas serán distintas en un futuro, realmente no lo sé. Quizá algún elemento de mi vida varíe y en esa circunstancia tal vez haya alguna razón que me obligue a celebrar aunque sea a mi pesar. Mientras llega ese momento, si es que lo hace, tendré que acostumbrarme a lidiar con esas sensaciones año tras año, así como con esas otras situaciones cotidianas que se cruzan en tu camino y que despiertan el dolor continuamente, aunque éste nunca duerma del todo y siempre esté presente de alguna manera.