martes, 20 de noviembre de 2012

Objetos, nada más

En los tiempos que vivimos parece ser que el único modo de consumo que existe es el de la posesión de lo material.  Sólo sentimos que tenemos algo si lo conseguimos físicamente, si tenemos la falsa creencia de que aquello que disfrutamos y adquirimos está en nuestro poder de un modo permanente, olvidándonos del hecho de que esa permanencia en ningún caso será eterna ya que ni siquiera nuestra propia vida lo es.   No tenemos en cuenta que el objetivo que perseguimos en realidad, es el placer derivado del consumo de determinados bienes y, para ello, no siempre necesitaremos poseerlos, a veces nos bastará con poder usarlos sin ser propietarios de los mismos.  Recientemente he recuperado la costumbre de frecuentar la biblioteca del barrio donde crecí, un lugar al que me encantaba ir de niño y donde viví momentos muy divertidos con mis amigas (causando más de un disgusto a la bibliotecaria de aquel entonces) y en el que también descubrí numerosos libros infantiles y juveniles de los que guardo un grato recuerdo.  Llevaba años sin sacar prestado ningún ejemplar de su discreto catálogo pero, últimamente, he leído algunas de las novelas que allí descansan a la espera de ser descubiertas.  He vuelto a experimentar lo enriquecedor que es comprobar que la cultura, en ocasiones, a pesar de que muchos se quejen de lo contrario, está al alcance de todos y de forma totalmente gratuita, sin necesidad de adquirir económicamente nada que tengamos que almacenar posteriormente en nuestros hogares, ni de perpetuar el hábito, tan promovido por nuestra cultura capitalista, del eterno aumento cualitativo y cuantitativo de nuestros bienes materiales.

Nos pasamos así la vida los seres humanos, embarcándonos en proyectos y empresas que hipotecan nuestra vida para intentar acumular más y más cosas que nos dicen que necesitamos tener, sin pararnos a pensar si realmente son tan importantes para nuestra supervivencia o para el desarrollo de nuestro bienestar vital.  La cadena de necesidades se hace interminable ya que, para mantener a flote semejante ritmo de consumo,  requeriremos mayores sueldos; casas con tamaño superior del que precisaríamos de no tener que albergar tal cantidad de objetos y bienes; y una larga sucesión de eslabones de muy diversa índole que se van añadiendo a dicha cadena, la cual no termina nunca de cerrarse en esa incansable e infructífera búsqueda de la felicidad.  Existen alternativas a esta inagotable fuente de consumismo que intentan mostrar que también se puede ser dichoso sin tratar de alcanzar tantas metas económicas y materiales,  convirtiendo en realidad aquella máxima de que, a veces, menos es más.  Si existe una frase popular que me haya demostrado a lo largo de todos estos años la veracidad que esconde su significado, sin duda, es ésta.  Hay dichos tradicionales que pueden llevar, en muchas ocasiones, a discursos patéticos llenos de demagogia barata, dependiendo de cómo se expongan y defiendan las ideas derivadas de los mismos, pero no por ello, en algunos casos, dejan de ser ciertas las enseñanzas que intentan transmitir.  No quiero erigirme como adalid de la causa ni ponerme como ejemplo de nada, pero sí es cierto que, por experimentar una apretada situación financiera en diferentes momentos de mi vida de adulto independizado del núcleo familiar, he aprendido, por necesidad, a ajustarme al sueldo del que disponía en ese instante, llegando a la conclusión de que, al final, salvo circunstancias especiales de familias numerosas, etc..., podemos prescindir de la mayoría de las cosas que supuestamente necesitamos.  Gracias a haberme visto obligado a ello, he podido comprobar que no necesito un móvil de última generación para poder comunicarme telefónicamente; que puedo leer sin necesidad de hacerlo en una tablet; que puedo ir en bicicleta para determinados trayectos o en transporte público ahorrándome comprar y mantener un coche; que soy capaz de aguantar varios meses sin adquirir alguna prenda nueva;  que no preciso tener un televisor de X pulgadas, me basta con el que tengo; y un largo etcétera que, aunque en un principio suponga el renunciar a muchas cosas,  la experiencia me ha demostrado que, al final, esa renuncia te permite disfrutar de otras.  Cuando aprendes a vivir con menos adecuas tu vida al dinero del que dispones y no te ves obligado a tomar decisiones importantes y trascendentales en base a una falsa necesidad.  Tus elecciones estarán guiadas por las cosas que verdaderamente te hacen vibrar y no tendrás, por ejemplo,  que optar por un determinado trabajo porque te paguen más y necesites ese dinero para poder costear tu ritmo de vida,  sino que podrás contentarte con un empleo que realmente te motive aunque su sueldo no alcance cifras astronómicas, y como éste mil ejemplos más. 

¿Dónde quedan las aspiraciones personales de la gente, las motivaciones, los hobbies, el tiempo libre, el poder disfrutar de la familia, los amigos, las parejas, la cultura?  ¿Eso no tiene valor?  ¿Por qué no destinamos nuestros esfuerzos a intentar llenar nuestra vida con estas cosas?  Vivir conlleva un desembolso económico, eso está claro, pero ese gasto no siempre tiene que destinarse a lo que esta economía capitalista quiere.   En mayor o menor medida, por mucho que queramos salirnos del camino establecido, el consumismo que nos han inculcado sale por algún lado y, a pesar de lo anteriormente señalado, también yo, en algún momento y con determinados objetos y bienes, muestro síntomas del mismo, aunque al menos intento plantearme que otra forma de vida es posible y al igual que yo, otra mucha gente.  Sin embargo, estas sugerencias, a pesar de que cuentan con un nutrido grupo de seguidores que apuestan por un modo diferente de vivir la vida, no consiguen calar con profundidad en la totalidad de la población.

El ser humano siempre ha querido ser libre; nos hemos quejado a lo largo de la historia cuando nos han arrebatado la libertad que sentimos nuestra por derecho y que ahora creemos poseer, sin embargo, vivimos en una sociedad que nos tiene absolutamente esclavizados, prisioneros de nuestros propios deseos y falsas necesidades.   La cultura, una vez más, es el secreto de todo.  Las cosas serían muy diferentes si el consumismo del que somos víctimas se inclinara un poco más hacia el sector de la cultura.  De este modo, al menos, no seríamos títeres a la deriva en un océano lleno de incomunicación y prioridades desordenadas.